Una de las cosas que más me gusta es caminar.
Caminar escuchando música es una experiencia que me genera mucha paz, caminar es uno de los motivos por los cuales prefiero los tennis sobre los zapatos, y por la cual mi mochila en muchas ocasiones los trae escondidos cuando el "perfil profesional" no me permite el uso de ellos dentro de la oficina.
Descubrí esta pasión cuando estaba en la prepa, todo empezó por buscar un ahorro, los 7 pesos del pasaje, y la buena charla; pues resultó que una compañera de mi salón (Hola Sandra!) vivía en la misma colonia que yo y se regresaba caminando, nunca lo había pensado como posibilidad pero ella me abrió la puerta. Era muy ameno volver a casa platicando de lo que nos había pasado en el día, cuando ella no podía, o no coincidíamos en el horario, los audífonos eran mis mejores amigos (y nunca se fueron).
Serían unos 4 kilómetros, había que cruzar una plaza comercial, múltiples paradas de autobús, atravesar una colonia en la que cada Martes se ponía un tianguis, para finalmente separarnos a dos calles de distancia de mi destino final.
Recuerdo una ocasión en que un "chipi-chipi" se transformó en un aguacero, pero de esos que son mitad tormenta; estaba cruzando la colonia del tianguis, en esa altura del camino era muy tarde para cambiar de idea y querer tomar transporte, era prácticamente imposible; pero además no traía dinero, me lo había gastado en las maquinitas porque claro: "iba a regresar caminando", así que solo me quedaba seguir. Era una época de pantalones acampanados, enormes, de mezclilla y una mochila cargada de libros, la mezcla perfecta para el desastre. Traía una sudadera azul, con el logo de Vans, la había comprado en el "Tianguis del Chopo", y mi iPod que cuidaba más que a mi vida. Me entró el pánico, todo se me iba a mojar, rasqué lo más que pude en mi mochila y encontré unos pesos, me acerqué a una tienda y compre una bolsa negra gigante, de esas para basura, metí ahí mi mochila en un intento de salvar mi vida escolar.
Orgullosísima de mi idea me la monté al hombro cual Papá Noel y continué mi ruta. ¡Qué horror! Pesaba espantósamente, se me resbalaba, y yo como si me hubiera sumergido en una olla de caldo, empapada hasta el tuétano, cuando por fin logré llegar a casa comprobé que mi idea aunque poco práctica, había salvado mis libros y mi iPod. Un baño bien caliente resolvió el seguro resfriado que me aguardaba nada más cruzar la puerta.
En la universidad traté de mantener la costumbre, al menos hasta que me tocó el turno vespertino y salía a las 10:30 de la noche cuando claramente ya no era muy buena idea cruzar mi pueblito caminando en soledad; para ese momento la distancia se elevó a unos 5 km.
Ahí mi camino era más solitario, la ruta era similar y a veces me acompañaba otra amiga (Hola Belén!) hasta la mitad del camino, que era más o menos a la altura de mi ex preparatoria, después me seguía de largo.
Parte del camino era sobre una avenida larguísima, que practicamente funciona como eje vial de mi amado Izcalli. Una vez ahí me abordó un sujeto en bicicleta, me hacía plática, me chuleaba, "-cómo te llamas?" "-Alejandra, Claudia, Roberta" inventaba con tal de parecer agradable pero distante, y yo que tenía prisa por llegar a mi casa no quería cambiar de ruta, pero tuve que hacerlo pues el sujeto era insistente, que si vamos a bailar, que si donde vives, ¡caramba! en que situaciones la ponen a una.
Cuando me mudé a la CDMX también comencé a caminar, mis rutas han variado en función de mi trabajo, en tres ocasiones mi camino ha coincidido con Av Insurgentes, un recorrido muy lleno de colores, autos y comercios.
En otra de mis rutas caminaba del metro a mi trabajo, Godinez presurosos, todos practicamente en maratón y a trompicones tratando de llegar a tiempo, porque con el metro nunca se sabe. La cosa es que cuando tenía suerte y llegaba un poco antes caminaba con calma, apreciando, disfrutando mi caminata musical... Ahí fue que descubrí las hojaldras de mole. En una de las paradas de autobús había una persona con una canastita que vendía diferentes opciones de desayuno, entre ellas las hojaldras de mole, compré una por casualidad, por no dejar, no tenía desayuno y el precio era bueno. Quien me iba a decir que iba a encontrar una delicia culinaria de la comida callejera. No era solo que el mole era de buen sabor, es que la porción y el pan eran una joya. Lo malo de encontrar este tipo de comida es que cuando uno cambia de rumbos también las deja de lado.
Desde hace unos años no camino tanto como antes, tiene que ver con el rumbo, lo dicho. Y con la situación pandémica, pero espero poder retomar pronto, o quizás explorar temas de senderismo, algo que me lleve a mover los pies lejos de esta monotonía estática.
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