Hasta hace poco podía decir que la mayor parte de mis cicatrices eran emocionales.
Las físicas se reducían a dos: una que me hice al lavar una pecera de bola, se me resbaló y al romperse me causó un corte en un dedo de la mano derecha, es visible pero poco notoria pues los vellitos de mi dedo la cubren; la segunda en la rodilla derecha, consecuencia de una temeraria carrera en bicicleta por las empinadas calles de “Bosques de Lago” en Izcalli. Durante una fiesta infantil surgió al reto del tipo “a que no te atreves” y sí me atreví, solo no contaba conque un camión había descargado grava en la esquina de la calle por la que tenía que dar vuelta, y fui a dar al piso. Me barrí unos metros y con jumper escolar, o sea: me di en la madre; recuerdo que me quitaban piedras de la herida mientras me la limpiaban y me ponían miel para que no me siguiera ardiendo.
Hasta este Sábado, estas eran mis historias de cicatriz, la que agregué recién comezó con un diagnóstico. La verdad es que no es una historia interesante, pero el proceso me pareció de lo más introspectivo.
Escuchar que la opción recomendada es una operación provoca cierto sentimiento de soledad y desamparo, esa palabra es sinónimo de algo grande: de un problema grande, de un gasto grande, de un riesgo grande, etc. cuando viene acompañado de un "si no después solo podrá ser peor", no hay mucho más que pensar, por más grandes que parezcan los contras, uno tiene que hacer la paz.
Lo demás son una serie de papeleos, citas, estudios, que solo sirven para darle eco a lo grande de la situación. Llega el día y se va al hospital tranquilo, no queda de otra, ni modo de ponerse a gritar. Llega uno, se quita la ropa y se dispone como Dios le trajo al mundo bajo una batita que de vez en cuando deja al descubierto el trasero, la vulva, la raya y todo.
Para mí, la primer parte que lo hace real es la llamada "canalización", donde te ponen el suero que empezará a preparar tu cuerpo para lo que sigue. Seré muy marica, pero es que me pone los cabellos de punta cuando empiezan a pedir que abras y cierres la mano buscando la vena víctima del "piquetote", es un dolor breve pero que como jode, lo detesto.
Después todo es muy rápido y muy lento al mismo tiempo, un recorrido de minutos que te hace sentir extremo vulnerable: primer cambio de la cama a la camilla, el camillero que te llevará a la zona de operación, luego las luces de nave espacial que te ciegan un poco desde el techo; caras de personas que te desean suerte, elevador, pasillo, paisajes que cambian de forma hasta casi hacerte vomitar; nervios, cambio de camilla, cada vez a una más pequeña hasta llegar a la plancha de operación que es la más pequeña de todas. Todo en plano nadir.
Y estás ahí, desnuda en manos de extraños, esperando no sentir ni recordar nada, esperando no ser de ese % extrañísimo de personas a quienes la anestesia no les hace efecto, y sobretodo: despertar (con buenas noticias).
¡Qué momento tan vulnerable! ¡Qué soledad! es una sensación muy poderosa, porque aunque esté tu familia esperando arriba, aunque tus amigos puedan estar al pendiente del resultado, estás sol@ -con tu fé en lo que sea- todo el tiempo, tal y como llegamos y nos vamos de este mundo.
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