Hay muchas cosas que me hacen pensar en mi mamá, pero definitivamente una de las que nunca fallan es la comida. Mi mamá tenía buen sazón, y sí, le gustaba cocinar, recuerdo que tenia su propio recetario y compraba libros de recetas. Esto no lo digo yo, no es una de esas cosas de "claro , te gustaba porque te acostumbaste a su sazón", a lo largo de mi vida la gente me lo decía "¡Qué rico cocina tu mamá!".
Mantecadas, jamón viginia, fabada, crema de frijol, mojarras, el mole verde, huevo a la veracruzana, panque de naranja, pavo en navidad, frijoles de olla, romeritos, brocoli con queso, calabacitas rellenas, croquetas de jamón...
Desgraciadamente conforme fue pasando el tiempo, poco a poco dejó de preparar cosas que requerían mucha elaboración, quizás por cansancio o por mera falta de tiempo.
Pero hay dos de esas cosas secillas que siempre me hacen pensar en ella y me transportan irremediablemente a Izcalli, y es que era casi un ritual que los fines de semana desayunaramos sanwiches con nada más que queso amarillo, tostados en la sandwichera acompañados de un vaso de jugo de naranja recién exprimido. Me acuerdo de los platos amarillos de plástico, viejísimos pero funcionales; las latas de chiles jalapeños; el olor del queso derretido que salía por las orillas del pan y se tostaba en la sandwichera; la voz de mi mamá llamándome mientras veía la tele o autisteaba en la computadora...
Es muy curioso como la vida se puede resumir en sabores, y como nos transportan a recuerdos no necesariamente específicos en día y hora, pero en esencia y personas.
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